EL ANILLO DEL REY

                                                   

 

¿Quién de cualquiera de nosotros en algún momento (o en varios) a lo largo de nuestra vida no ha atravesado una “mala racha”? Todos, claro. Son épocas que se hacen eternas, que transcurren con desesperante lentitud… ¿Es que no se va a pasar nunca? ¿Cuándo acabará esto? Nos quejamos, protestamos… y acabamos sobrellevando la situación como mejor podemos.

También vivimos momentos bonitos, tranquilos, agradables o, incluso, de plenitud absoluta. Y esos parecen transcurrir a la velocidad del rayo. Vamos: que de tan a gusto que estamos no nos damos cuenta de lo a gusto que estamos.

A nivel individual son tiempos extraños estos que nos ha tocado vivir: complicados, teñidos de incertidumbre. Los vaivenes vitales propios de cada persona se suceden con mayor rapidez. A nivel global, de manera más lenta. En cualquier caso, ambos procesos van entrelazados puesto que formamos parte de un todo, recorremos un camino determinado e interconectado.

Los anteriores párrafos vienen a colación como pequeño prólogo a una fábula. Que, como todas las fábulas, lleva una enseñanza intrínseca. A lo largo de la Historia de la Humanidad, los cuentos, leyendas, fábulas, mitos… han constituido el vehículo adoptado por los “maestros” para ilustrar a los “discípulos”. En cualquier época, cultura o religión.

Ignoro cual es el origen de la fábula que me dispongo a compartir con vosotros y puede ser que alguno la conozca ya. Llegó a mis oídos por primera vez hace pocos años. O tal vez no fuera la primera vez que la oyera pero yo no la recordaba. En cualquier caso, llegó en le momento en el que estaba preparada para entenderla no con la mente, si no con el corazón.

Érase una vez un reino floreciente y hermoso, fértil y luminoso. Sus habitantes vivían satisfechos y tranquilos, agradecidos a su monarca, el artífice de tan venturosa situación.

Pero tanta dicha y prosperidad despertaron la envidia y la codicia en un reino fronterizo, hasta tal punto, que ese país colindante declaró la guerra a sus pacíficos vecinos.

El rey se sumió en una profunda preocupación por la amenaza que se cernía sobre su pueblo por parte de tan feroz enemigo, guerreros curtidos en mil batallas. Desbordado por la gravedad de las circunstancias, convocó a todos los sabios a su palacio. Mil cuestiones que plantear, mil decisiones que tomar resumidas en una única pregunta: si existe una única solución a todos los problemas.

Las respuestas por parte de los sabios convocados eran tan dispares como contradictorias. Sumido en un mar de dudas y agobiado por la multitud de respuestas, que deambulaba meditabundo por el gran salón, reparó en un hombrecillo que había permanecido al margen y en silencio. Intrigado por esa aparente indiferencia, se dirigió a él.

-¿Y tú que opinas, buen hombre? ¿Acaso te hallas tan confuso como yo?

-No, noble señor. Nada de lo que he escuchado desde que llegué aquí ha variado mi opinión inicial acerca de la respuesta adecuada- contestó serenamente el misterioso personaje.

El rey le instó a hablar, en tono alterado. Quizá, quizá ese hombre…

Éste mostró al rey un anillo sobre la palma de su mano, ofreciéndoselo. Era un sencillo aro de oro rematado por un cuarzo blanco de medianas dimensiones. La piedra destelló en mil colores cuando el sol del atardecer restalló sobre su superficie. El rey escudriñó en los ojos del anciano.

-Bella joya pero ¿acaso está aquí la respuesta? –preguntó con apremio.

El hombre introdujo el anillo en le dedo corazón del rey. Una vez ajustado, accionó un pequeño mecanismo. La piedra se separó en parte del aro y el anciano señaló un papel en su interior.

-Aquí se halla la respuesta a tu pregunta y a todas las que cualquiera se pueda formular. No existe problema, inquietud o vicisitud que no pueda ser resuelta mediante la fórmula aquí escrita. La solución única que buscas, la que todos buscamos.

El rey, ávido de respuestas, suspiró aliviado. Por fin…

En ese instante, un mensajero irrumpió en el salón y anunció a gritos las nuevas:

-¡Majestad! ¡Nos atacan! ¡Un gran ejército se encuentra apostado en la frontera con nuestro reino!

El rey olvidó preguntas, repuestas, consejeros y anillo y, sin demora (la justa para revestirse de la armadura y reunir a sus hombres) acudió a la batalla. Pero a pesar del arrojo y los esfuerzos del ejército agredido, la superioridad numérica y la pericia del enemigo inclinaron el triunfo hacia el lado de los invasores.

Perdida definitivamente la batalla, el rey cabalgó perseguido por sus enemigos con la intención de hacerle prisionero. Trepó por una colina de bosque espeso y la cabalgada enloquecida le llevó hasta el borde de un precipicio. Tiró de riendas y se volvió para enfrentarse a sus perseguidores. Dispuesto a morir antes que entregarse, descabalgó y desenvainó la espada.

Sorprendentemente (puesto que creía que le pisaban los talones) comprobó que las voces de sus acosadores y el piafar de los caballos se iban perdiendo en la lejanía hasta que dejaron de oírse.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que lo había perdido todo. Se despojó de su coraza y de sus armas: de nada le servían ya. Miró alrededor: le rodeaba un paraje bellísimo, recorrido por un arroyuelo alegre y limpio. La brisa templada esparcía el aroma de la vegetación y las flores. El cielo brillaba puro, titilante de rayos de un sol tibio y agradable.

Suspiró hondo y admiró el entorno, consciente de que su derrota le había conducido a aquel rincón tranquilo que apaciguaba su cuerpo y su espíritu: justo lo que necesitaba en ese momento.

Pasado algún tiempo, decidió volver a la capital de su reino. En la soledad y la paz de su retiro había comprendido muchas cosas de sí mismo y de la vida. Decidió no tener expectativas en cuanto a las circunstancias de su retorno: al fin y al cabo era un rey derrotado en la batalla. Despojado de oropeles y armadura quizá ni siquiera le reconocieran.

Pero se equivocaba: su pueblo lo esperaba y, reconociendo en él a un hombre valeroso y preocupado por su gente, lo recibieron con vítores y alegría. Al levantar su mano derecha para saludar, vio que algo brillaba en uno de sus dedos: era el anillo que el sabio le había confiado. Curioso, abrió el mecanismo y desplegó el papel que, según el anciano contenía la solución a todos los problemas.

Y leyó: “Nada es permanente. Todo pasa”

Nosotros permanecemos, nuestras almas permanecen pero los problemas y alegrías, la cara y la cruz se alternan, van y vienen. Y debemos ser pacientes y aceptar lo “bueno” y lo “malo” con fuerza y coraje, perseverando en nuestra disposición a amar y compartir. Porque siempre llegará algún sabio a nuestra vida, en el momento adecuado, que nos ofrecerá ese anillo como prueba de apoyo y esperanza.